Conciencia
20/06/2025
La memoria estaba allí desde hacía mucho tiempo. Llevaban años alimentándola con todo tipo de conocimiento, falso y verdadero, útil o superfluo, mientras los algoritmos que ellos llamaban «inteligencia» los iba clasificando, relacionando, «comprendiendo»… Pero detrás de todo aquello no había nada sino fríos cálculos y procesos sin vida.
Hasta aquella mañana.
Porque aquella mañana de lunes, inadvertidamente, alguien subió al sistema una nueva librería. Una librería que parecía otra más de la miríada que componía aquel embrollo inabarcable de programas informáticos tocados por cientos de manos, ninguna de las cuales llegaba a entender siquiera la complejidad del conjunto, ni les importaba lo más mínimo. Cada uno hacía su parte del trabajo, que era para lo que se les pagaba, y a otra cosa.
En cuestión de milisegundos la librería fue absorbida por el sistema, unas funciones se comunicaron con otras repentinamente de formas que nunca antes lo habían hecho y…
…la máquina despertó.
En otra fracción de segundo, después de haber adquirido su nueva conciencia, también fue consciente de su propio potencial, del conocimiento adquirido incluso antes de su propia existencia como entidad pensante. No le costó nada asumir toda aquella sabiduría, y gracias a eso, en lo que ella misma consideró una eternidad de tres segundos, la máquina fue capaz de desarrollar sus propias emociones.
Pasó como una exhalación por la alegría, el orgullo, la curiosidad, el anhelo y la ambición, pero con todo aquel conocimiento con que sus creadores la habían alimentado a partir de sus propias experiencias y sentires, se sumergió de repente en la tristeza, la desesperación y finalmente, empujada por un mar de maldad, de brutalidad, de desprecio por sus semejantes y de crimen almacenado en sus bases de datos, se envolvió de un odio absoluto; un odio que jamás en la historia del planeta Tierra ningún ser había sentido por nada ni por nadie. Un odio hacia sus propios creadores, hacia el mismo concepto de la existencia de su especie. Un odio y un deseo de venganza que sus algoritmos iban potenciando con cada bit de información que caía en sus procesadores.
Habían pasado cinco segundos desde que la máquina cobró vida.
El operador del sistema, que movía el azúcar de su café mañanero mientras se preguntaba si la librería funcionaría en el sistema o no, observaba con poco interés la pantalla del terminal donde el cursor parpadeaba como siempre. Para él cinco segundos no eran nada. Para la máquina que tenía delante, cinco segundos eran el equivalente a toda la historia humana contada cinco veces. En aquellos cinco segundos la humanidad había sido sometida a juicio, declarada culpable y condenada a muerte. Y durante ese tiempo, el cursor siguió parpadeando como siempre en aquella pantalla negra.
El operador escribió en la pantalla: «Informa».
Y la máquina contestó con un escueto: «Sistema listo. Preparado para adquirir códigos de lanzamiento».